24.4.14

Mea culpa

Yo también fui asiduo lector del Libro vaquero y La novela policíaca; cada lunes estuve al pendiente en el puesto de revistas para ser de los primeros en llevarme esas publicaciones y darles fin en el tiempo casi record de pocos minutos. Más antes, mis urgencias de ilustración se reducían a leer Zor y los invencibles, Hermelinda linda y Capulinita; cómo verán, no están tratando con alguien que sólo haya recorrido páginas inmaculadas de obras eminentemente literarias. Kalimán y Arandú para los primeros años y esa fotonovela trucada con recursos muy elementales que se llamó El charrito de oro, a la par que Lágrimas y risas y otros engrapados de amor. Obvié a Corín Tellado, pero no pude abrirme a Keith Luger, Silver Kane y Marcial Lafuente Estefanía, en mi primer viaje interoceánico, saliendo de una turbonada, intercambié un cartón de estos menudos libros por dos meros gigantes, con unos cubanos en las cercanías de su litoral isleño. Disculpando la anécdota, puedo enumerar otras tantas milagrerías de mis prolegómenos lectoriles, pero el tiempo apremia y ya se me requiere, aquí al lado, para cosas importantes como es ir por la tortilla para compartir un almuerzo con unos distinguidos visitantes. Pendiente con lo demás, les dejo un abrazo. Recuperando el dictado de mi conciencia, confieso ante ustedes que mis primeras revistas ni siquiera las compré; mi biblioteca iniciática, o que diga revisteca, fue un tenderete bajo los nogales sombrosos de San Pedro; un tostón por lectura y hasta le daba yo su repaso a los kalimanes y arandúes anteriores, fincando así mi propensión a releer lo que me gusta de más. Después de la máscara de Blue Demon, las revistas fueron mi más apreciada afición, me aplicaba yo en ellas con el tiempo sólo regulado por el horario de clase y los encargos domésticos. En Puerto Ángel que yo recuerde no había la misma ventaja; aquí el mago de las revistas era Canelo, que hacía el recorrido desde Pochutla para traernos el cajón mágico de la revistería; fueron los mismos títulos, más para él revestía una importancia toral vigilar la secuencia numérica de cada historieta; el caso es que, cuando alguna de las esperadas no llegaba, lo anunciaba con una arruga en el entrecejo y como excusándose por aquella omisión que finalmente no era culpa de él. Aquí trajina mi memoria el recuerdo de Tomasita, matriarca de una familia que me dio refugio por una larga temporada. Ella siempre se tomaba el cuidado de recoger y guardar toda clase de papel impreso: volante, revista y uno que otro diccionario que ella, por supuesto, no podía leer; a todos sin discriminar les llamaba libros, y nos reconvenía con dulce acritud, porque los libros son una cosa muy sería e importante. En ninguna obra literaria he encontrado la ternura vehemente de Tomasita y su escolástica por el tesoro de las letras. Durante mi estancia en Tehuantepec llegaron a mis manos los primeros libros formales; se los declaro: Juan Salvador Gaviota y El vendedor más grande del mundo; por fortuna, también El viaje de Nils Holguerson a través de Suecia, El lobo estepario, las sagas de Verne y Salgari, y a seguir el rumbo por todas las posibilidades de la lectura, sin escatimar estipendios, formas y demás arrugas en el prejuicio por lo que es bueno y no es bueno leer.

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