8.11.08
Que se prende el agujón
El disco de Fernando y sus invitados me desconcertó, me causó extrañeza. En principio, el título del disco y los títulos de las canciones. No los conocía, tuve en mis manos un disco desconocido, excepto por saber que eran canciones de Fernando, quien ahora se metía a hacer cosas más costeñas. Así que me chuté el disco como quien se aventura a meterse a monte desconocido sin machete. A estas confusiones y dubitatividades se sumó mi escaso conocimiento de los localismos de Pochutla: todavía no sé qué significa chamberina, por ejemplo, pero sé que me gusta lo que suena y se repite regularmente, y lo que se agrega de tanto en tanto, como adorno –me refiero a los instrumentos rítmicos y a los de actuar incidental–, a pesar de que algunas rimas son predecibles; es decir, la música gana. Me di cuenta que algunas de las canciones podrían bailarse en un baile común y corriente, de pueblo, de barrio de cuadrilla. Y eso ya divierte, como dijo uno.
Al principio sentí desencanchado al cantante y su mamplera (utilizo el término sin conocer bien a bien lo que sospecho) de meterse a tropicalero (utilizo este término por no tener otro a mano). Fernando se notaba lento y pesado en su interpretación, como un orgiástico cachorro saliendo a fornicar en tierra. Pero existe gracia en esa imagen, un candor que lo salva del ridículo. Candor y genuinidad en ese quehacer musical, en esa búsqueda del origen, en ese viaje hacia lo propio, que en la obra de Fernando se había limitado al maestro Carrillo. Y buenos compañeros, solidarios músicos, se arrejuntan a ritmar de buen modo con Fernando, logrando sostener vigente el disco el tiempo suficiente para que las imágenes que la voz canta se familiaricen y uno pueda apropiárselas.
Originalidad, escribí. Me refiero a ese viaje hacia uno mismo, que es la propia tierra. Por eso las letras de Fernando hablan de peces y agua marina, de seres de tierra que son de mar y viceversa, de flores y desengaños (universales, por cierto) o esperanzas (también universales, por si fueran muchos aquellos), de personajes orilleros (marginales, debiera escribir, pero suena falso), de mulatas que invariablemente imagino de cintura mezquina y hombros desnudos, y hasta de cierto preciosismo oculto en esas imágenes: Flores de oro/ abre ya la primavera/ y en los jardines/ lucen tímidas corolas,/ por eso el alma/ se estremece con un lloro/ cuando la nombra/ dulcemente mi cantar. A ese equilibrio apuesta el disco, y gana, a pesar de algunos momentos lentos o monótonos.
¿Puede un hombre invitar a la nostalgia y a la alegría de otro a su propia fiesta?, me pregunto mientras escucho el disco por nonésima vez. Para responder, debo escucharlo de nuevo, antes de que se acabe el críptico guateque de Patogerina, por aquello de que apañe y se salga con la suya, el cholenco, y me deje con ganas de verlo fracasar. Por cierto, ¿alguien podría pasarme los títulos y los créditos?
Eduardo Añorve Zapata
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